miércoles, 13 de marzo de 2024

Entre la vida y la no vida


En una de las cartas que Paul Auster envía a J.M. Coetzee, recogida en Aquí y Ahora, un diálogo epistolar entre estos dos grandes escritores que se convirtieron en grandes amigos, refiere que las mejores amistades, las más duraderas, se basan en la admiración. Ese es el sentimiento fundamental, según el autor de La trilogía de Nueva York, que relaciona a dos personas durante un prolongado período de tiempo: “Se admira a alguien por lo que hace, por lo que es, por cómo se las arregla para andar por el mundo... Y si esa persona también te admira a ti, entonces os encontráis en condiciones de absoluta igualdad. Ambos dais más de lo que recibís, los dos recibís más de lo que dais”. Y va más allá al referirse al matrimonio. Para él, la amistad es un componente del matrimonio. Eso sí, sin olvidarse de que el matrimonio es una continua exigencia, una discusión que no deja de evolucionar, una eterna obra inacabada.

Baumgartner (Seix Barral, 2024), la nueva novela de Paul Auster, está traspasada por este sentimiento de lo que representa la amistad de pareja y el consuelo persistente de su valía, pero, a su vez, conforma una densa reflexión sobre la memoria, el azar y el apego de lo que significa el amor en los diferentes ciclos de una vida en pareja que se quiere y se anima a no dejar de hacerlo, pese a los envites del destino. Seymour Tecumseh Baumgartner, su protagonista, es un prestigioso profesor de Filosofía la Universidad de Princeton y autor de un buen número de acreditados trabajos, que está a punto de jubilarse, y anda todavía sumido en la pena de haber perdido a su mujer, Anna, en un accidente nueve años atrás. Por medio de remembranzas intercaladas con la vida cotidiana del personaje, afloran episodios que dibujan rasgos de la vida en común de ambos. Auster persigue reflejar el camino fragmentario de la memoria, las capitulaciones de la vida cotidiana y la inevitable y persistente sombra de la muerte.

Seguramente para muchos entusiastas del escritor neoyorkino, creador de intrincados mecanismos narrativos, acostumbrados al regocijo de su obra novelística, como El Palacio de la Luna, Leviatán o La invención de la soledad, por señalar tres libros memorables de su producción, le sepa a poco esta exploración de la vida cotidiana que aquí se aborda, pero no quita para saborear sus buenos momentos literarios. El lector encontrará esa música distintiva de contar que todavía perdura en Auster, tras cincuenta años de oficio, y muchos destellos de imaginación expansiva, tan propios suyos, de espontaneidad e inspiración súbita, como se vislumbran en los pequeños fragmentos y poemas, atribuidos a Baumgartner y a su mujer Anna, que va intercalando en el libro, apuntan a un decir más grande y evocador. En Baumgartner la narración interior, la idea de la identidad y el destino están muy presentes, al igual que aunar la cercanía de lo cotidiano con la distancia de los años, dejando caer que sin proximidad no hay conmoción, y sin distancia es imposible maravillarse.

Baumgartner, desolado a un tiempo por el inquietante recuerdo de su mujer y el amor que le tributó, siente que se encuentra en un tramo existencial perentorio, circunstancia que no le impide seguir escribiendo. Lleva entre manos un ensayo sobre Kierkegaard bajo el título de Mecánica de la rueda. Entre la escritura y la memoria de su vida menoscabada, acompasa recuerdos de su pasado, de la historia vital de sus padres, con su soledad y vivencias del presente, tratando de asumir que “vivir es sentir dolor, y vivir con miedo al dolor es negarse a vivir”. Cree a pies juntillas lo que oye de su esposa, en una conversación telefónica e insólita del más allá, que existe una permanencia de conexión entre los vivos y los muertos: “porque si uno muere antes que el otro, el vivo puede mantener al muerto en una especie de limbo temporal entre la vida y la no vida”.

Lo que se propone Auster, como ya hizo en otras obras anteriores, es constatar que somos seres intersubjetivos y que, incluso desde la noción de soledad, uno puede decirse que está solo, lo que no significa que esa situación impida establecer conexión y pensar de forma vívida con la voz del ausente que se echa en falta. El azar creará pautas para consolidar su presencia. Deja ver Baumgartner que el acto de escribir empieza en el cuerpo. Son las palabras, con su latido corporal, las que ponen sentido al significado de ellas mismas. Nos traslada el sentimiento de que tenemos un cuerpo y estamos en el mundo que percibimos para dar testimonio de lo que nos importa y concierne. Esa es la paradoja.


Baumgartner es una novela crepuscular plausible, de tono nostálgico y elegíaco, una historia serena y recopilatoria de un duelo, en la que el poder del azar, del destino, recala en una melancolía que hace participar al lector de un cierto desacato a la mecánica de la realidad irreductible. Esta es una historia emotiva, llena de aprehensiones, cuya verdad reside en el relato que se narra: una fábula firmemente arraigada al mundo real, que, aunque no logra entretejer todos sus hilos, posee páginas brillantes que se explican por sí mismas como resoplos de una especie de oráculo de alguien que trata de recomponerse y de volver a la vida después de haber sufrido la pérdida de un ser querido. Emociones hay muchas. Auster posee el don de entrelazar vida y obra hasta confundirlas en una experiencia única.

viernes, 8 de marzo de 2024

Un lugar en el mundo


El primer elemento con el que se encuentra un lector al empezar un libro de relatos, una novela o un diario, es la voz que narra la historia de lo que sucede. Esa voz le va a acompañar desde la primera página hasta la última, y nosotros, los lectores, debemos creer en ella. Como mínimo, debería hacernos sentir algo que nos permitiera concebir una opinión concreta y constante sobre su idiosincrasia y naturaleza. Las palabras iniciales nos van a aportar, de inmediato, información, imágenes, emociones y detalles de los rasgos y del carácter distintivos de esa voz. Incluso, todo al unísono, tal como ocurre cuando paseamos por la calle y alguien, de repente, se pone a contar sus andanzas en una esquina o en la terraza de un bar.

El narrador que nos aguarda en Ponme otra copa, Servando (Sloper, 2024) fragua su historia mediante una voz arrolladora, descreída, osada y rebosante de lucidez para que le sigamos por los incontables recuerdos y vislumbres, dispendios y letanías literarias que abundan en cada resquicio de sus pasajes. No hay página en donde no encontremos algún hallazgo sorprendente que nos sitúe en ese lado, fuera de lo comúnmente admitido. El bar de Servando es el punto de encuentro, la coordenada marginal de un lugar en un pueblo de Granada donde se confabula lo real y lo ficticio, donde se juntan la palabra y la vida, y se escuchan, entre copa y copa, ladridos del pensamiento del propio narrador, sin miedo a la intemperie, para cuestionarse e interrogarnos sobre la vida y la literatura, lo tangible y lo insólito, y afinar nuestra conciencia crítica.

Sergio Mayor no es un fabulador al uso, ni un historiador, y mucho menos un profeta. Mayor es, más bien, un aullador de la existencia, la suya, que tampoco es ajena a la nuestra. Su libro se orienta hacia la escritura y el reflejo del yo en todo, con intención de revelar su propia experiencia frente al día a día y al discurrir de las horas, que lleva consigo un jirón que toca a la puerta de lo cotidiano, no queriendo ser la misma anécdota, buscando el porqué de las costumbres, el porqué de lo leído en los libros, el porqué de la escritura, “que es una técnica de desaparición”. Cuesta creer que su escritura sea la de un eremita. No parece estar aislada, ni emocional ni físicamente de su entorno, de todo lo que le pellizca, de los libros, de la literatura y del pasar de los días, aunque ocurra con desbarajuste: “Un tipo dice que escribo con desorden. Puede ser. Mi pensamiento no es el plano del metro de Londres”.

Se lamenta del narcisismo extendido en el mundo de las letras, de tanta vacuidad y verborrea escritas y, a continuación, celebra y brinda por todos los que se abstienen: “¿Quiénes son aquellos que no escriben? ¿Quiénes los últimos que aún no escriben? Bienaventurados los hombres que no escriben porque ellos conocen el valor de las palabra?” Por todo ello y por más que vamos encontrando el contrapunto en la lectura, el libro de Sergio Mayor, en realidad, es un poema en prosa transformado en diario ensayístico, un relato fragmentario atípico por el que transita un personaje libre, descreído y nada convencional, de humor reservado y cierta propensión a la invisibilidad. Sus ideas no explican nada, estallan. Hablamos de un ser de carácter socrático y conciencia burlona, sin caer en la maledicencia, que se afana en defender la literatura contrahecha y en proclamar que la poesía mala no existe, porque quienes la escriben no son poetas, sino “humoristas”, y que confiesa sin titubeos: “He leído libros malos por una reseña mentirosa. Me he perdido libros por ausencia de reseñas”.

Este libro de Sergio Mayor, de título jocoso, no es lisonjero, sino todo lo contrario. Contiene resuellos literarios de toda índole: aprehensiones y contrapuntos, resoplos clásicos y disonancias modernas, vida imaginaria y vida a ras del suelo, con mucho alcohol destilado de trago corto y prolongado retrogusto. Hay mucha vida arremetida aquí contra lo convencional y, en eso, Sergio Mayor no desperdicia su munición de letraherido, de lector impenitente y libertario para darnos referencias de autores recurrentes, como Platón, Dante, Montaigne, Pascal, Eliot, Darío, Buzzati, Carver o Vila-Matas entre una larga lista. Hay también aforismos salpicados de gracia y desparpajo: “Busco la influencia en los cementerios de confianza”; “La patria es la vanidad de las naciones, el estupor de los himnos nacionales”; “Narcisismo unánime. Todos somos escritores”; “Jamás he decepcionado a un detractor”; “Dicen que mi literatura es una literatura del yo, y es cierto, pero mi yo es un «yo» muy impersonal”; “No he dejado la bebida por mi mala sobriedad”...


Alguien dijo que existir es ser distinto, que vivir es reescribirse. Sergio Mayor encaja muy bien en ese perfil, en esa manera de ser y manifestarse, de entender que la literatura es más lúcida, más libre y puede ir más lejos que la filosofía, al no tener las ataduras de la lógica, para hacernos pensar, para darnos compañía y remover el sentido fulgurante del acontecer cotidiano del mundo. Diría a todo esto que, tal vez, haya mucho más que añadir sobre un libro como este, tan poblado de brillantez, de reflexiones y desacatos que hablan mucho del secreto literario de quien lo promueve, pero aquí me paro. ¿Sería suficiente? No lo sé porque un buen libro nunca se acaba de cerrar, un buen libro admite variadas lecturas.


domingo, 25 de febrero de 2024

Lances del destino


Leyendo esta nueva novela de
Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948) constato que en la vida hay dos indicadores fundamentales interrelacionándose entre sí: el primero, el pasado como dimensión del presente. Dice Faulkner al respecto que el pasado no acaba nunca de pasar, que es imposible entender el presente sin haber entendido el pasado. El pasado está muy presente en el ahora de esta novela suya. En el presente de La última función (Tusquets, 2024), además, hay una constante de obligarnos a reinterpretar el pasado que la empuja. El segundo indicador, que también transita por su nuevo libro, determina que lo colectivo es una dimensión de lo personal.

Landero es tan consciente de ello que, en esta nueva incursión narrativa, sus protagonistas muestran sus vidas bajo ese factor determinante de lo colectivo para entender lo personal, lo dispuesto por uno mismo. La última función es una fábula rebosante de aire cervantino que narra la vida de Tito Gil Pérez, hijo del dueño de una gestoría que ahora regenta, mal que le pese, un aspirante a actor de teatro, con un don natural formidable de poseer una voz extraordinaria y renombrada, sin conseguir jamás triunfar como él hubiese querido. Por otro lado, y como contrapunto, también narra la vida de Paula, una mujer de mediana edad que encarna una existencia anodina, más dispuesta a la huida que a revalidar su descontento vital. Ambas vidas equidistantes confluirán en un apoteósico lance del destino, dejando atrás el descontento que les ha supuesto el vivir, dispuestos y animados a encarar el reto sobrevenido de convertirse en artífices de una representación teatral en un pueblo de la Sierra de Madrid.

En esa órbita elíptica recorrida hasta ese punto de encuentro, Landero empeña su tentativa, abordando las confluencias del arte y el amor por medio de la inventiva de un enredo escénico. En la novela estos dos elementos conectan como forma de redención de la condición humana, de la vida en sí, que sin estos dos pilares carecen de estímulo. Todo arranca cuando Tito Gil reaparece por el pueblo de San Albín o Montealbín para hacerse cargo de la herencia de una tía suya, cuando la afligida Paula llega al mismo lugar, por error. Esta coincidencia dará pie a encender igualmente el ánimo colectivo de los lugareños por recuperar un viejo auto sacramental, la representación teatral y colectiva de la leyenda de la Santa Niña Rosalba, que no se hacía desde 1958. El plan surgido estallará en júbilo para todos los vecinos, que se unirán al unísono en pos del montaje del espectáculo, además, cada uno con su papel asignado para la representación.

Este encendido afán colectivo da mecha para que Landero aproveche su caudal narrativo en ese cometido reservado a la literatura, que no es otro que explorar las infinitas posibilidades de lo humano. Es aquí, en este empeño, donde se nos hace reconocible su estilo, en su manera de contar, con esa prosa suya sencilla y atinada, de tono oral, habilitada por su abundante riqueza léxica y fraseo recurrente, donde muestra como nadie ese orden narrativo tan personal, cuyo carburante brota siempre de la realidad. Landero tiene la capacidad de unir una palabra con otra en una secuencia que encaja en la mente del lector tan bien, que se convierte en algo parecido o equivalente al engranaje de la misma realidad. Para él, como ya dejó escrito en El huerto de Emerson (2021), “todo, todo está en el fardo de la vida”.

También hay en la novela ese vínculo de amena lectura que caracteriza su obra anterior, tan es así que vuelve a repetirse esa sensación de otros libros suyos, que nos atrapan y emocionan, resultándonos corta nuestra andadura lectora, dejándonos ecos de haber pasado una estancia intensa y gozosa, con ganas de que se prolongue. Con sensación parecida de perplejidad y añoranza se han quedado los habitantes de San Albín tras esta exitosa función última, celebrada en la plaza del pueblo, como queda dicho al final del libro: “En cuanto a nosotros, los contadores de esta historia, ya viejos y desmemoriados, nos reunimos alguna tarde en un café de Madrid, y a veces, como hoy, cuando llega el buen tiempo, nos acercamos al pueblo, y aquí, entre la soledad y el abandono, recordamos los viejos tiempos, y sobre todo aquellos meses y días de gloria, aquella grande y esforzada ilusión que se quedó en apenas nada, en las cenizas frías de un sueño y en la problemática gloria de unas ruinas”.


Luis Landero forma parte de ese grupo selecto de novelistas que nos fascinan una y otra vez con sus libros, con su prosa y su estilo de narrar, y ese don que posee para observar de cerca los detalles, para visualizar una escena, o una secuencia, o un sentimiento, y convertirlos en historias y en verdad literaria. Con esta novela nos vuelve a cautivar. La última función es una hermosa historia, tan vívida como épica, que nos depara un desenlace sorprendente y coral que invita a pensar que los sueños siempre tienen alguna posibilidad de convertirse en realidad, y, a veces, hasta en lances del destino. Landero, con su amena habilidad de siempre, sigue dándonos a sus lectores sorpresas agradables que nos llenan de gozo.


sábado, 17 de febrero de 2024

Fuera del circo


La mente no siempre dispone de una voz que dé soltura para contar cosas. De hecho, pocas son las historias por narrar que un escritor guarda en su cabeza. Son más los resoplos de algunas ideas las que, mayormente, tiran del hilo para descubrir lo inefable, la invención, desde ese vacío fértil, de una historia en ciernes que debe ser contada. Y, a partir de ahí, viene el mayor reto al que se enfrenta el escritor, que no es otro que conectar su historia con el lector. El desafío está en mediar con la palabra para acaparar el interés del lector y atraparlo en su aventura, y se refiere menos a lo que cuenta que a cómo lo cuenta.

Por eso mismo los libros de David Toscana (Monterrey, México, 1961) nos atrapan, por su manera de narrar y agudeza prodigiosa, por su inventiva del mundo. Los que leímos La ciudad que el diablo se llevó (2012), una novela coral de supervivencia y El peso de vivir en la tierra (2022), una peripecia en la que cabe la farsa y la perplejidad, los hechos históricos y sus desatinos, la verdad y la broma infinita que cabe en la literatura, reconocemos a un autor con un mundo narrativo de enorme imaginación e intensidad. Toscana escribe, no retratando la irrealidad, sino a otra versión de la realidad, como quien opta en poner al lector ante un vislumbre que solo existe para permitir la existencia de otra realidad.

Es esa inventiva del mundo, esa inventiva de la realidad, la que promueve la novela Santa María del Circo (2023), de reciente edición, coincidiendo con los veinticinco años de su primera impresión, y que constituye la tercera obra que publica la editorial Candaya del escritor mexicano. Lo que vamos a encontrarnos en esta carpa narrativa es una fábula con aire cervantino y mirada melancólica, que cuenta la historia de los restos de un circo fracturado por las desavenencias de los hermanos que lo regentan. En Santa María del Circo sus protagonistas, artistas desamparados, seres lastrados por su condición circense, se disponen a reinventarse ante el final sobrevenido, sin saber realmente hasta dónde les llevará la insólita decisión colectiva de renovar sus vidas, que removerá sus convicciones, sentimientos y desacatos más íntimos.

Ese cambio de rumbo en sus vidas, fuera de la carpa, les empujará a poner rumbo a una conquista delirante que pondrá en jaque sus obsesiones y el buen fin de sus ideales. Tal vez porque el destino se entrometió para revolotear sus vidas y dar pie a examinar de arriba a abajo, y sin cortapisas, la deformidad, la vejez y la muerte, el amor, la esperanza de volver a empezar, la jerarquía establecida, el aplauso y el silencio, los atropellos del fracaso. La narración de los hechos, la llegada y rehabilitación de un pueblo abandonado, dará pie también a que las esperanzas, ambiciones y descréditos afloren y muestren la soledad de cada uno de ellos. En ese peregrinaje tras los pasos de Alejo, descubriremos el discurrir y las vicisitudes de Hércules, Barbarela, Narcisa, Fléxor, Mandrake, Balo, Mágala y el enano Natanael, los nueve personajes que encarnan ese intento de escapada de lo que fueron para convertirse en otros, sin saber sus consecuencias.

David Toscana ha querido concebir su historia com una alegoría del mundo y de la condición humana. Santa María del Circo es la historia de una oportunidad de transformación, representada por un grupo de gente abatida por lo que le ha tocado en suerte vivir, pero que, al llegar a ese pueblo fantasma, no menos desolado que ellos, tratan de rehacerse y fundar un nuevo orden colectivo, construir, tras lo acabado, otra posibilidad de existencia, como si en ello les fuera la vida en busca de redención, de saber cómo organizarse y deshacerse de sus tareas anteriores, de viejo emprendedor, de mujer barbuda, de forzudo, de enano, de trapecista, de mago, de contorsionista o de hombre bala, tan arraigados en ellos.


En el libro de David Toscana la magia la pone el narrador y el mundo imaginario que aglutinan sus protagonistas, porque la realidad de sus vidas tiene poco de mágico. La vida en ellos es tremendamente melancólica y redundante, un circo sucesivo de chispas, engaños, arrojos y vacíos poco complaciente. Solo a ratos, y con descaro, la risa les reconforta, aunque venga revestida de insana crueldad, más que de simple comicidad. Es Fléxor, el contorsionista, el que más reparos pone en dejar de lado su ideal de seguir con lo que hacía: “... En vez de andar de un lado para otro recorriendo el país, elegimos la pasividad de un sitio donde no nos esperan más emociones sino darle la vuelta a la plaza. Adiós aplausos, adiós viajes, adiós vida”.

Santa María del Circo es una fascinante historia, tan jugosa como amena, con un ritmo narrativo muy bien sostenido a lo largo de todo el libro, gracias a su estructura compositiva de capítulos cortos, de apenas cuatro páginas, así como a los diálogos tan vívidos y ágiles de sus personajes. De nuevo, David Toscana nos deleita con una historia extraordinaria, en fuga de la realidad real, un relato de humor hiriente y verdades existenciales que aboga por el verdadero sentido de la literatura, que llega, como decía James Salter: “cuando comprendes que todo es un sueño, y que tan sólo esas cosas preservadas por escrito tienen alguna posibilidad de ser reales”. Y aquí, el resultado es mayúsculo.


viernes, 9 de febrero de 2024

Una nueva vida


En verdad, la literatura es una andanza incierta. Antes que nada, el escritor ha tenido que haber intuido, planificado y recogido en notas y en su memoria una infinidad de pistas para poder plasmarlas y llevarlas a cabo. Por eso, el lector cauto debe tener en cuenta, cuando se pone delante de un texto, que toda trama o argumento es vano si el escritor no encuentra la manera propicia de contarlo y darle vida propia, de un modo que dé la sensación de que tenía que expresarse así y no de otra manera, provisto de esa trama y juego de palabras, en ese mismo orden. De ahí que la literatura tenga mucho de conato. Todo su secreto, por otra parte, está en que toda esa disposición formal sea convincente y acogedora para quien se disponga a leerla.

Lo que encierra en sus páginas la nueva novela de Ricardo Lladosa viene a corroborar ese mismo tintineo revelador, incluso en la forma de escoger la estructura de la historia. Y me explico, porque Roma en un bolsillo (Funambulista, 2023) está escrita en veinticinco capítulos dispuestos en unos cuadernos en los que la vida de su protagonista está muy presente, una vida dispuesta a lo largo de un tiempo significativo y repetido profesionalmente hasta la saturación de lo que venía haciendo con absoluta entrega y exclusividad, para dar paso a un rescate deseado, a un giro vital, a un punto y aparte, dejando atrás lo que hacía y optar a un cambio redivivo.

Bajo este predominio de vivencias y analogías entre lo experimentado y lo nuevo por vivir, Lladosa nos invita a acompañar a Piero Hermil, el protagonista de esta historia, en su decisión por empezar una nueva vida. El sueño, el propósito de cambiar de vida, de poner el marcador a cero en una ciudad distinta, para reinventarse en algo diferente, sin las ataduras del trabajo, de los pacientes, de familiares y allegados y, también, del dinero. Con esta predisposición de su protagonista arranca la novela, Roma en el bolsillo. Piero es un cirujano comprometido que, tras una larga carrera profesional, el azar llama a su puerta ofreciéndole la posibilidad de volver a Roma, nada más y nada menos, para cobrar la herencia de una tía soltera casi desconocida. Su retorno a la Ciudad Eterna será un estímulo encomiable para sus pretensiones de cambio y, a su vez, una oportunidad de retomar las relaciones con sus primos, la parte de la familia desheredada, al igual que el reencuentro azaroso con un antiguo amor platónico de juventud.

Nos cuenta el narrador de la novela que, ante su antigua compañera de instituto, Lionetta, “deseaba dar la imagen de un hombre de acción, alguien como su padre, el señor Antonio, automovilista y boxeador. A las mujeres les gustan los hombres con planes, la risa, las emociones, imaginaba Piero”. Todas estas impresiones y bagatelas las va registrando en sus cuadernos, al igual que sus preocupaciones más corrientes al trasladarse a la casa heredada que empezaba a ser su hogar, como comprar sábanas nuevas, poner el contrato de luz a su nombre, ducharse con agua caliente en el viejo baño de su tía Fabrizia, poner discos de vinilo antiguos en el tocadiscos, seguir con el teléfono fijo arcaico o cocinar la pasta picante que tanto le gustaba. A todo le da su lugar para reflejarlo por escrito. Nada pasará desapercibido en sus notas.


Sus aventuras romanas es todo un presente continuo de paseos, lecturas y jugosos diálogos con Lionetta que irán conformando en él una creciente pasión por ella, por los libros y el encanto de vivir, sin tener que preocuparse por cambiar su indumentaria básica habitual: la camisa blanca de traje, el pantalón beis y los mocasines marrones. También “se daba cuenta de que su energía residía ahí, en andar mucho, en no comer demasiado, en dejarse llevar por los hechos, en dormir cuando tenía sueño”. Pero, a su vez, consentía ilusionarse con las lecturas que compartía y comentaba de D’Annunzio, Ovidio, Edith Wharton, Mary Shelley, Cervantes, Curzio Malaparte o de Buzzati, con ella y con Jimmy White, un monitor australiano de surf que se interpondrá inoportunamente en su camino.

Roma en el bolsillo es una novela de corazonadas y arrojos, de amores y autoconocimiento, una historia que escapa de la limitación del mundo y que se pregunta por el valor de la vida. Lladosa, mediante una prosa ligera y emotiva, la convierte en vivencia verosímil de un sueño deseado y en afirmación de que “el amor y la muerte son las únicas verdades que permanecen”. Aquí, trasciende un latido de empatía que el lector celebra complacido.

lunes, 5 de febrero de 2024

Relatos confesionales


Sergi Pàmies (París, 1960), con igual soltura y eficacia que en sus obras anteriores, centra buena parte de los diez relatos de su nuevo libro A las dos serán las tres (Anagrama, 2024) en resaltar la realidad y lo que esta misma nos muestra tanto en sus menudencias como en sus excesos de expectativas. Pàmies viene a decirnos que cuando lo narrado tiene mucho que ver con las experiencias personales y el propio devenir de ser escritor, hay que asumir que todo lo que nos sucede es susceptible de convertirse en fabulación, en parodia o en artificio autobiográfico. Es por esos contornos donde se cruzan estos relatos confesionales que acaban de publicarse, llevándolos al límite de su esencia, derivándolos a memorias emotivas en las que la vida no deja de mostrarse como material literario.

Y es así como Pàmies asume su voz propia, por medio de una voz narrativa que no solo tiene que ver con la persona del narrador, su tono y sus recursos, sino también con el binomio de lenguaje y sentido, de oficio y seducción propia. Ya desde su primer relato, que lleva por título La segunda persona, el escritor barcelonés, utilizando la virginidad como metáfora genuina de la escritura, refiere, con ese desenfado tan propio suyo, que, “salvando las distancias, el oficio de escribir sigue una lógica similar de expectativas y de voluntad de seducción”. También se predispone a contestar por qué escribe, o mejor dicho, lo que le importaría resaltar: “Que para mí escribir nunca fue la consecuencia de ninguna predestinación sino de una carambola de tiempo libre y equilibrio entre esfuerzo, facilidad, azar y satisfacción”.

En el siguiente, Días históricos, nos cuenta en una misma pieza narrativa, partida en dos, vivencias de un periodo amplio de una existencia tumultuosa tras la muerte de Franco. El proceso de escritura aquí también está presente, dejando ver que estamos hechos de historias, y que seguimos en el mundo a través de las historias que oímos y contamos, y estamos, sobre todo, en el mundo a través de las historias de las que formamos parte. Por eso mismo intuye y subraya que la función de escribir o contar historias depende por completo de sus significados y de tener siempre muy presente que hay que “poner la ficción al servicio de la realidad”. Pàmies sabe que toda historia se hace solo de palabras, y que esas palabras se encarnarán en personajes, en acciones que urdirán argumentos y tramas, en ideas acerca del mundo, en referencias a espacios y tiempos donde el escritor difícilmente se puede quitar de en medio.

Hay un rastreo en la mayoría de estos cuentos por determinados ámbitos de su vida que aprovecha, con suma ironía y se vale de la astucia para mostrar esa cualidad de transformar lo autobiográfico en fabulación. Pàmies desentraña que uno se convierte en escritor tan solo cuando comprende que escribir significa decir las cosas de cierta manera, que escribir representa una búsqueda en pos de la propia identidad, porque ya somos conscientes de que la literatura es una revelación, aunque mediante ella solo se consigan atisbos para reinterpretar nuestras vidas. O también ocurre, como deja ver en el relato en el que coincide con su admirado Vázquez Montalbán, en unas jornadas literarias en Quebec de autores barceloneses traducidos al francés, que “hay momentos en la vida en los que todo adquiere un sentido que no te será revelado hasta muchos años más tarde”.

En Por qué no toco la guitarra deambula entre guitarras y guitarristas como Atahualpa Yupanqui, B. B. King, Django Reinhardt o Paco de Lucía para establecer una conexión entre las ganas de tocar y su sentido: “Tocar la guitarra no era solo una afición, sino una seña de pertenencia” [...] “Si las guitarras hablaran, contaría esa época”. Pàmies proyecta en sus personajes siempre sus circunstancias y la época en que les tocó jugar sus bazas, con sus atajos e inconveniencias, razones y sinrazones. Este entresijo de situaciones trasciende en Te quiero con meridiana claridad. La historia se cierne en una pareja que se conoce en los Juegos Olímpicos de Barcelona y treinta años más tarde descubre, a raíz de un regalo de bodas que sale mal, que las celebraciones proyectan muchas veces la frustración continuada de hábitos atávicos, por encima del entusiasmo propicio que debieran.


Todas estas servidumbres quedan bien retratadas en las historias de A las dos serán las tres, relatos que dejan ver que los deseos se cumplen de un modo imperfecto, y, solo con un poco de suerte, algunos logran la altura deseada. Pàmies, una vez más, vuelve a demostrar su talento y singularidad como fabulador, sin renunciar a su fantasía, valiéndose de una prosa ágil y concisa.

Las buenas historias viven en lo sencillo que nos rodea, pero curiosamente lo hacen fuera de la lógica y, en esto, Pàmies, con su gran capacidad de observación, es un maestro.


lunes, 22 de enero de 2024

Un viaje a todas partes


Para Lucho Aguilar (Valencia, 1958), maestro y músico contrabajista de jazz, licenciado en Historia y Ciencias de la Música, “un libro de aforismos es un pequeño viaje a todas partes”. Pensamiento que me parece un acierto descriptivo con el que estoy de acuerdo. Es la sensación que tengo cada vez que me dispongo a leer un libro de este género: saber que emprendo un trayecto que me llevará por todas partes, como metáfora de la realidad circundante, que me predispone a ampliar lo que ya creía conocer. Ahora bien, para escribir un buen libro de aforismos se precisa que el escritor se abastezca de una buena cartografía que nos desplace por sus distintos puntos cardinales y que nos revelen sus enigmas y toques de atención, para que nos hagan ver las cosas desde otras perspectivas que permanecían veladas.

Lo que esconde el manglar (Trea, 2023), primera incursión de Lucho Aguilar por este territorio tan enfático y fragmentario del pensar por lo breve, ofrece precisamente esa idea de cartografía aforística, de microcosmo de alguien que encuentra motivos suficientes para comunicarnos algunas revelaciones de la complejidad sintética de la realidad, de lo efímero, de lo que nos rodea e importa, de la vida misma para vislumbrar sus detalles y entresijos. Siempre me ha parecido que para escribir un libro de aforismos se necesita un buen almacén propio de lucidez y reverberaciones que den pie a un destello para convertirlo en una frase reflexiva o en algo conciso que provoque alguna extrañeza más a tener en cuenta. A esa alacena recurrente, el autor acude para encontrar la combinación necesaria de fragmentos, imaginación, observaciones y razón de ser que le den pie al asombro.

Porque por mucha magia que encierre algo, no se puede crear desde la nada. La lógica viene a decirte que, para hacer una tortilla, lo primero es romper el huevo y, después batirlo. En ese quehacer, Lucho Aguilar se las maneja con atrevimiento y mesura, es más, deja entrever que su manera de concebir sus aforismos proviene de calibrar su mestizaje entre lo poético y lo filosófico. En Lo que esconde el manglar encontramos un centón de paradojas que muestra, bajo un orden aparente y dispar, el caos real de lo que nos importa, y viene a confirmar que la realidad es siempre más compleja de lo que parece. El libro está conformado por trescientos trece aforismos, mayormente concebidos en una frase, como forma sucinta de provocar en el lector la atención sobre lo que la realidad despliega, incluso con lo que no se ve en su apariencia y reverbera como inédito para sorpresa del lector “Repostar en la duda”, dice en una de ellas.

Le gusta utilizar la metonimia como tropo que le sirva para promover el efecto de algo por la causa o viceversa, como es el caso de estos ejemplos en los que el uso de los dos puntos lo resaltan: “Aforismos: manglar de sentidos”; Aforismo: nebulosa de luz”; “Ayuno del yo: ligereza del ser”; “Certeza: plenitud de incertidumbre”; Neurosis: mirar con lupa donde no hay nada”. Otro recurso literario del que hace gala Lucho Aguilar es la paradoja, empleando expresiones que muestran su aparente contradicción para que el lector las chequee o refute: “Mirar por encima del hombro estrecha el campo de visión”; “Las listas negras admiten otras razas”; “Lo que salta a la vista bien pudiera ser un trampantojo”; “En general, lo particular”; “No leas si no quieres; pero, si lees, atente a las consecuencias”. También recurre el escritor a la greguería para exaltar aspectos de la realidad tirando de humor, como se aprecia en estos aforismos que parecen surgir espontáneamente de su imaginación: “Es una balsa de aceite, pero en constante ebullición”; “Copulan a modo de armisticio”; “En la taberna es de izquierdas; en casa de derechas; y en la cama, se abstiene”; “Saber callar es la forma suprema de elocuencia”; “La vanidad es una suerte de priapismo”; “Cada día es una prórroga”...

Se aprecia también una predisposición indisimulada del autor para acudir a la ironía, como la mejor forma que tiene la paradoja para sabotear nuestras certezas hasta ponerlas en entredicho. Por otra parte, creo, además, que muchos de sus aforismos buscan agitar nuestra conciencia, aunque no sea su único fin. Es interesante ese propósito, que nos mueva un poco del asiento y nos dé razones para pensar que la vida, en general, es inquietante, algo así como deja dicho este otro aforismo suyo: “La existencia podría ser descrita como un conjunto de signos de admiración e interrogación, acompañados, a su vez, de series de puntos suspensivos”.


El libro, en resumen, reúne un buen puñado de reflexiones extraídas de la realidad cotidiana y de los propios pareceres del autor, algunos con halo enigmático y secretos por descifrar de la memoria, de la conciencia o de lo inmediato del saber y el modo de acercarse a la experiencia de la vida. Eso sí, todo dicho con contención y sencillez, con aire de hospitalidad y sentido de humor.

Digamos pues que Lucho Aguilar ha escrito un buen libro de aforismo que aspira a una cierta empatía moral con el lector, bajo el propio espíritu del género en su factoría de juego de palabras, servidas para que quien se acerque a sus aledaños las recree a su antojo y provecho.