jueves, 27 de junio de 2013

Sin vida no hay literatura



El pasado sábado, día 22, falleció el escritor aragonés Javier Tomeo (Quicena, 1932 – Barcelona, 2013), maestro del cuento y de un mundo de criaturas extrañas. No pretendo ofrecer una necrológica, ni algo parecido a un obituario periodístico. De esto hablaron la mayoría de los rotativos españoles días pasados. Juan Manuel de Prada dijo en ABC, en su habitual columna, que el rostro del escritor maño era “totémico, con algo de ariete embestidor y algo de mascarón de proa”, para concluir con su semblanza descubriendo un anhelo de ternura en ese rostro, “como suele ocurrirles a los ogros buenos”. A mí, de forma similar, se me antoja que Tomeo representa un rostro poliédrico, que podría haber nacido en la isla de Pascua, misterioso y protuberante. En El País, en la página dedicada a las esquelas, se escribió que Tomeo forjó un estilo personalísimo, del absurdo, del regusto kafkiano. Juan Casamayor, de Páginas de Espuma, recordó en El Heraldo de Aragón al desaparecido Javier con palabras como: “Hay escritores, como sus criaturas, que caminan sobre los márgenes, subterráneos. Hay escritores que prefiguran su universo desde las esquinas... Y uno, como editor se cruza con ese gigante, habiendo tenido la suerte de ser su lector antes que cualquier otra cosa”. Jorge Herralde, presidente de Anagrama, afirmó que “Tomeo fue un novelista considerado “de culto”, con un número de lectores muy fiel y que contaba con las mejores críticas literarias”.

Dicho lo anterior por voces tan acreditadas del panorama literario nacional, yo me uno, pero desde el homenaje particular de un lector fiel a su producción artística. Para mí, Javier Tomeo fue un feliz hallazgo desde que leí El castillo de la carta cifrada. Después vinieron otras fábulas como La rebelión de los rábanos o Cuentos perversos, sobre hortalizas y criaturas solitarias. Y otras tantas, más tarde. Pero de forma especial llegó Historias mínimas (Editorial Anagrama), quizás la obra más entrañable y a la que Tomeo más arropó en vida, y que subtituló como Microteatro psicopático. Son cuarenta y cuatro psicodramas. En estas escenas, a modo de teatro, el escritor de Quicena despliega su universo. Todas sus criaturas se desparraman para mostrar lo atávico y lo antisocial que llevan dentro, sobre todo, lo que tienen reprimido. Y así desfilan por sus páginas curiosos personajes de circo, extraños animales, sucesos en vagones de tren, relatos mínimos en la inmensidad del mar y otras inquietantes criaturas “nacidas, como diría Tomeo, en la infinita grisura del realismo social”. “En estas páginas está su esencia, dice Andrés Neuman sobre Historias mínimas, y añade: Primero te ríes a carcajadas y luego te quedas pensando de qué te ríes”. El humor negro de estos relatos mínimos ocupa un lugar predominante en todo el texto. Un festín divertido e inquietante, donde los personajes juegan con el absurdo. Unos protagonistas solitarios, perdedores, que salen a escena y, mayormente, hacen mutis por las bambalinas de un teatro fingido.



Historias mínimas es el trabajo más genuino suyo, porque en él se muestra claramente el universo contradictorio del autor de Amado monstruo, y es aquí donde lo animal y lo raro se humanizan. El gran tema monográfico del escritor aragonés es la incomunicación y la soledad del individuo. Ahí afloran las angustias de sus protagonistas excéntricos: el miedo al otro, la fobia al sexo y a la muerte.

Sin vida no hay literatura, sin ironía no existe la farsa, ¿y sin Javier Tomeo? No sé si a partir de su ausencia sus lectores, ahora huérfanos, encontraremos otros seres literarios tan extraños y queridos como los suyos. Quizás lo superemos volviendo a leer su universo póstumo.

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