domingo, 17 de agosto de 2014

La lectura como ejercicio creativo


No soy tan categórico para afirmar, como hace Leila Guerriero, que todo lo que publica La bestia equilátera hay que leerlo, pero ya llevo algunos libros leídos, publicados en este sello, que corroboran el tino literario y singular de esta cualificada editorial independiente argentina.

Ayer por la tarde finalicé la lectura de La soledad del lector, de David Markson (Albany, New York, 1927 – Greenwich Village, New York, 2010), un libro extraño y experimental, repleto de controversias y perplejidades. Llegué a su encuentro siguiendo la recomendación que Vila-Matas hacía en su blog, un señuelo determinante para enfrentarme a un texto tan dispar y metaliterario, esa veta que tanto gusta al escritor barcelonés y, en mí, tanta curiosidad concita.

David Markson, después de llevarse más de media vida escribiendo literatura experimental, acabó sus días convertido en una de esas paradojas tan frecuentes en sus libros. Le gustaba bromear sobre su condición de escritor, él mismo se tachaba de “autor que debe su fama a que es un desconocido”. Fue un hombre fascinado por las muertes de artistas consagrados. Murió a los 82 años, en un rincón bohemio de la ciudad de los rascacielos en donde consumó borracheras memorables acompañado de Dylan Thomas y Jack Kerouac.

La escritura de Markson es laberíntica y erudita, dirigida a lectores exigentes, aun así, sus fieles le han aupado a la escena literaria como un escritor egregio y fragmentario, amante de la cita y el aforismo. De hecho, su obra es todo un compendio de citas célebres que suplantan a la trama y a los personajes de su narrativa. Muchos detalles biográficos sobre grandes artistas transitan por La soledad del lector, el número es elevadísimo, tantos como antisemitas y suicidas.

De La soledad del lector se ha dicho que es una novela indirecta, de crónicas y datos, pero que no cuenta nada, aunque intrínsecamente tiene una trama discontinua, que avanza entre los interrogantes que propician el Lector y el Protagonista, los personajes mayúsculos del texto. Por tanto, la mínima trama narrativa se sustenta en: el Narrador que se mete en los recuerdos y experiencias del Lector para tejer la trama; el Lector, tan próximo al autor, empeñado en escribir una novela; y el Protagonista, personaje en constante formación que comparte las vivencias del autor. Todo este engranaje, de aparentes voces sueltas, conecta con este cuaderno del lector en el que se juntan citas, anécdotas y suposiciones elocuentes que avanzan deliberadamente por las páginas a trompicones, a modo de juego para desconcierto y estímulo del lector, al no saber hacia dónde conduce el asunto y, mientras tanto, como aconseja Montaigne, disfrutar del trayecto.

A Markson le encanta acumular frases hasta imaginar una estética y un lugar adecuado para ellas. De esto va y viene La soledad del lector: de anécdotas breves de artistas y pensadores, de lista de nombres propios interminables. Los lectores somos seres solitarios en busca de compañía, y este libro, a pesar de su formato de no-novela, consuela e interroga, tanto sobre la inutilidad como la importancia de la literatura en nuestras vidas.

Reseñar un libro fuera de toda etiqueta como éste, no es que sea arriesgado, es atípico, porque desmenuzar un texto que ya lo está, es una tarea extraña e incierta. He esbozado en líneas anteriores lo que La soledad del lector esconde, y no es gato encerrado, sino un rompecabezas literario con el suficiente sentido del humor capaz de entretener al lector o desquiciarlo, dos opciones aptas para atrevidos y cautos.


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