viernes, 8 de enero de 2016

La visibilidad de la muerte

La muerte permea la vida. Morir lleva su tiempo. El dolor y el duelo, por añadidura, también. Hablamos constantemente de muertes inevitables, como si estas pudieran prevenirse en lugar de asumir que lo único que hacemos es posponerlas. Sin embargo, cuando las muertes llegan antes de tiempo todas nos resultan violentas. No importa la edad que se tenga. En cualquier caso, parece que la tarea de la muerte no es otra que obligar al hombre a abordar los asuntos esenciales de la vida y una oportunidad inevitable de completar su existencia.

En su debut literario, Gabriela Ybarra (Bilbao, 1983) acomete la conexión de dos muertes en un lapso histórico familiar de casi cuarenta años, dos historias reunidas en un mismo relato bajo sendas variantes del dolor: la violencia terrorista y la terrible enfermedad del cáncer. Ponerse a escribir sobre dos hechos terribles acaecidos en la intimidad de su familia: el secuestro y asesinato de su abuelo Javier de Ybarra a manos de ETA en 1977 y la muerte de su madre, víctima de un cáncer en 2011, ha sido todo un empeño humano necesario para su redención. El lector lo descubre en cada pasaje descrito en la reconstrucción de los hechos y en las consecuencias que determinaron esta aventura literaria en la que se embarcó la novel escritora, para los que se valió de su propia indagación y de su imaginación para entender mejor estos dos sucesos tan dramáticos y dolorosos que todavía perviven en el seno familiar. Seguramente, la publicación de este libro tan revelador y emotivo, que toca los grandes temas de toda existencia humana: la muerte, el dolor, la esperanza, el amor, la familia, la sociedad y la política, ha podido aliviar esa rémora íntima de tantos años de silencio y abatimiento.

El comensal (Caballo de Troya, 2015) es un libro sobre el tránsito del duelo, una crónica narrativa en la que la voz de su protagonista hace un viaje desde el pasado lejano hasta el más reciente de su familia, por medio de la indagación en prensa, en google y en documentos íntimos, como el diario de su padre, para llegar a esclarecer y asumir, posteriormente, la memoria familiar. Todo sirve para encajar la realidad histórica y particular de su entorno. Lo que sobresale y fascina de esta singular narración autobiográfica es el tono en el que está escrita la novela, tan desnuda de artificios, sin cursilería sentimental, ni afectación, sino más bien todo lo contrario, con una escritura eficaz y honesta. Dice Ybarra que haber escrito sobre la muerte de sus seres queridos ha sido terapéutico porque este ejercicio literario le ha otorgado el rédito personal buscado: conseguir dar sentido a la historia y existencia de su familia, aunque la tarea no haya sido nada placentera.

La silla vacía que acompaña a la familia en cada comida conforma un rito familiar para advertir a todos los congregados de que hay un comensal que se retrasa, un maldito contratiempo que se repite permanentemente. La visibilidad de esta ausencia se siente y se comprende mejor desde la escritura, desde la evocación y el recuerdo. Poner fin a un duelo que se resiste, pero que pide liberación, constituye el objetivo de esta sorprendente novela.

El comensal es un relato tan breve como intenso, tan emotivo como sereno, muy bien escrito, una reflexión sobre la pesadumbre de la pérdida de un ser querido, desde la experiencia y el devenir de la historia, desde el desgarro y la tragedia familiar, hasta el consuelo que otorga la escritura liberadora para atemperar los daños colaterales. En este libro encontramos la crónica de una supervivencia, en la misma senda de otras dos buenas historias anteriormente publicadas también por dos escritoras: La ridícula idea de no volver a verte (Seix Barral, 2013), de Rosa Montero y El año del pensamiento mágico (Random House, 2015), de Joan Didion. Ybarra, Montero y Didion contemplan el duelo y el luto en línea con lo que decía el viejo pensador Kierkegaard: “La vida hay que vivirla hacia delante, pero solo se puede comprender hacia atrás”.

Al lector, después de poner punto final a este soberbio relato, no le importará incorporarse al pensamiento marcado por el filósofo danés, como tampoco le importó en su momento a la autora del libro, que no tuvo que acudir a la autocompasión para afrontar la tempestad del duelo, con la convicción de que el tiempo siempre amaina y es la verdadera escuela donde aprendemos a superar nuestras zozobras. 

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