jueves, 19 de octubre de 2017

Cuentos crujientes

¿A quién no le gusta el pan crujiente y las patatas fritas, o el crujiente de almendras con azúcar quemada? Es innegable que asociamos algunos sonidos con alimentos, hasta el punto de que oírlos nos evoca el placer de sentirlos en la boca. Los sonidos crujientes en particular nos atraen sobremanera y tienen asociaciones con alimentos que anhelamos comer.

Pero, ¿qué sucede cuando nos alejamos de las papilas gustativas y nos centramos solo en el significado de crujiente como sonido externo, ajeno al sentido culinario? Inquietud, misterio, desasosiego podrían acudir sin más a nuestra mente para hablarnos de ello. Somos propensos a inquietarnos con determinados sonidos diferentes, ruidos que provienen de un chasquido o un crujido inesperados: una rama que se rompe en el silencio de la tarde, el traqueteo de una ventana mal cerrada una noche de viento, o el sonido despechado del bajante del cuarto de baño de tu vecino de arriba, o la lectura de unos cuentos que nos hablan de las novias cuando nos dejan, de la mejor mamá del mundo o de la muerte de Michael Jackson, historias capaces de dar la nota haciendo de las suyas, crujiéndonos las tripas, los oídos o el alma.

Uno no deja de preguntarse qué es lo que más interesa realmente de un cuento. Podría ser su trama, desde luego, pero quizá también aquello que debemos intuir porque se nos ha dejado de contar, el protagonismo de los personajes, el tono adecuado en que transcurre la acción; pero si hay algo que adquiere siempre un papel primordial no es más que la atmósfera crujiente, siseante o muda que se extiende por el relato. En Andar sin ruido (Páginas de Espuma, 2017), el aire que se respira en sus páginas transita por zonas domésticas en las que los seres que las habitan andan atareados en recomponerse de sus tropiezos que, con frecuencia, llegan a ser catástrofes sin hacer apenas ruido, pero muy atentos a que no se prolonguen más de la cuenta muchos de esos silencios que podrían llegar a ser más estridentes y molestos.

Carlos Frontera (Jerez, Cádiz, 1973) ha reunido diecisiete relatos en este su primer libro, que exploran el comportamiento de seres desolados y apremiados en salir del atolladero en que se encuentran, cada uno a su manera, aunque el ruido externo e interno les aceche y les condicione a todos casi por igual. Escribir es siempre un camino para averiguar algo e, incluso, descubrirlo, un modo de conocer los resortes y azares que activan o paralizan la conducta humana. Frontera rastrea en esa indagación urdiendo, con desparpajo, el potencial de las palabras, a fin de ajustarlas al relato, acorde al ritmo y a la atmósfera requeridos por sus personajes, apoyándose mucho en el sonido de estas a través del recurso de la onomatopeya, siempre presente en cada historia.

Estos cuentos, escritos todos en primera persona, se adentran en la vida cotidiana de personajes comunes que hablan de soledades y de traspiés, hombres, mujeres y niños que se irritan y se rebelan, que tratan de explicar sus azarosas existencias, en gran parte incomprendidas por sus semejantes. Frontera escribe sobre lo cotidiano de sus vidas, pero con la mirada y el oído dispuestos a ver y escuchar algo más allá de sí mismos, porque lo que parece a primera vista es que ninguno de ellos sabe quién es en verdad, ni por qué le ha tocado el desencanto que le ha sobrevenido. Son seres incompletos, conscientes de su fragilidad y de que algo esencial está en juego, que piden ayuda para llegar a ser algo más acorde con lo que un día atisbaron que pudieran ser sus vidas.

En muchos de los cuentos hay desconcierto, en otros se dan hechos repugnantes, pero en casi todos un velo humorístico se ocupa de cubrir los sentimientos heridos de las vidas de quienes los habitan. Algunos relatos rozan lo macabro, la ignominia y, sobre todo, destaca la tristeza soterrada que se palpa en muchas de sus historias provocada por estrepitosos fracasos. Son historias particulares que pudieran ocurrir en cualquier lugar, porque sus personajes son gente corriente, irrelevante, seres alelados que piden compasión más que venganza, como la mayoría de nosotros, dispuestos, como decía Beckett, a fracasar mejor, o con más gracia, en versión Carlos Frontera.

Andar sin ruido es un bautismo literario meritorio, escrito en una prosa efectiva y cuidada que no rehúye de la gracia e ingenio de jugar con las palabras y exprimirlas, un libro inteligente y seductor, en donde el lector encontrará rincones identificables en otras vidas ajenas, que a la postre se parecen mucho a la nuestra, pero que, mayormente, no nos gustaría protagonizar.


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