miércoles, 21 de marzo de 2018

Con nombre y apellido


En la literatura siempre hay que tener muy en cuenta el punto de vista. Escribir es, sobre todo, un acto de desesperación. Cuando alguien toma la palabra y se compromete públicamente con su escritura es porque tiene algo que decir, que revelar. En realidad, el escritor no hace otra cosa que ponerse a prueba una y otra vez. Al sentarse delante del ordenador toma una determinación irrenunciable y es consciente de ello. Escribir es ajustar cuentas con la realidad, y es también buscar una familia. Un escritor, como sostiene Rodrigo Fresán, es un mecanismo de defensa con nombre y apellido.

El último libro de Manuel Vilas (Barbastro, 1962) contiene esa defensa de la que habla el escritor argentino, pero, sobre todo, ese arrojo y catarsis de canto a la vida, con su dicha y quebranto, como dice el poema de Violeta Parra que precede al testimonio de lo que el escritor nos tiene reservado, un relato íntimo y descarnado por el que transcurren los episodios de la vida de su narrador: sus padres muertos, sus hijos, su divorcio, la pobreza, el alcohol y, también, España, como apunta al inicio: “Me puse a escribir, solo escribiendo podía dar salida a tantos mensajes oscuros que venían de los cuerpos humanos, de las calles, de las ciudades, de la política, de los medios de comunicación, de lo que somos”... “Un estado mental que es un lugar: Ordesa. Y también un color: el amarillo”.

En Ordesa (Alfaguara, 2018), lo que encontramos es el universo personal y próximo del narrador, que no es otro que el del propio Vilas, decidido a expandirse, sin renunciar a esa particular forma suya de entender la literatura desde el desate y el desacato, dispuesto a lo que sea. Desnudez y desamparo se aúnan en toda su anchura, tocando todos los flancos que dejaron lastre y marcas en su vida: historias de sus progenitores, muertes, separación matrimonial y relación con sus hijos. “Todos somos pobre gente, metidos en el túnel de la existencia”, escribe. Y más adelante sentencia: “La familia es una forma de felicidad testada”. Acerca del matrimonio tampoco se achica, afirmando que “es la más terrible de las instituciones humanas, pues requiere sacrificio, requiere renuncia, requiere negación del instinto, requiere mentira sobre mentira, y a cambio da la paz social y la prosperidad económica”.

¿Qué tiene que haber en un libro confesional, en una novela de no-ficción, en un relato autobiográfico, en un texto anchuroso de la memoria para que verdaderamente nos atrape?: necesitamos que haya verdad, que cale sin filtro, hasta empaparnos de emoción y credo, sin importarnos compartir la adversidad ajena, porque, en verdad, se parece mucho a la nuestra. Ordesa posee ese tono de desgarrada confesión personal, de ejercicio introspectivo que reúne todas estas consideraciones y, por tanto, trasciende al territorio propio del lector como ser que también comparte su función de hijo y de padre. “Los seres humanos son fundadores de familias”, constata el autor para evocar esa concepción tan nietzscheana del eterno retorno.

A lo largo de sus ciento cincuenta y siete fragmentos que conforman la totalidad del libro, al que habría que añadir el colofón poético que sirve de epílogo, y en el que da cuenta de algunos de sus poemas vinculados a mucho de lo que el texto evoca y rememora, Vilas despliega su gratitud y amor a sus padres, su interés por no desencantar a sus hijos y su voluntad de culminar la tarea de vivir sin tener que aceptar que las cosas sucedan por azar y que sean obra del destino. El lector también encuentra algo de redención implícita en la novela que tiene mucho que ver con lo que Baroja confesaba al inicio de sus Divagaciones apasionadas: “Intentaré aclarar mis ideas y sincerarme, porque todos los que escribimos necesitamos, por una cosa o por otra, que nos absuelvan”. En ese sentido, la culpa se pone a examen.

Toda obra literaria tiene una situación y una historia. La situación es el contexto o la circunstancia y, a veces, la trama: “Todo se concentró en un nombre, que es un topónimo: Ordesa, porque mi padre le tenía auténtica devoción al valle pirenaico de Ordesa y porque en Ordesa hay una célebre y hermosa montaña que se llama Monte Perdido”. La historia que hay por este paraje y por las páginas del libro no es más que la experiencia emocional que conforma lo narrado por el escritor: “Nunca decimos toda la verdad, porque si la dijéramos romperíamos el universo, que funciona a través de lo razonable, de lo soportable” (pág. 280).

Este es un libro extraordinario, torrencial y desgarrador que viene a decirnos que un mundo sin padres no parece muy deseable, pero que uno pertenece al mundo que uno mismo se ha creado, y no al mundo del que procede. La calidad nunca es un accidente, decía el escritor británico John Ruskin, siempre es consecuencia de un esfuerzo de la inteligencia. Ordesa es un resultado mayúsculo.

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