viernes, 25 de mayo de 2018

Somos tiempo y dudas


En la literatura suelen abundar las referencias, las alusiones, las intenciones más cultas o más populares y, quizá por esto mismo, las más ocultas, misteriosas y personales de las que el escritor dispone a la hora de contarnos la historia que bulle por su cabeza. De alguna manera, como decía Faulkner, el artista es una criatura movida por sus propias obsesiones y demonios. El buen escritor se entusiasma incluyendo unas u otras, o todas ellas a la vez, deseando que el buen lector aprecie aquellas que captan mejor su atención o, sencillamente, más le relacionan con los demás.

El escritor escribe porque algo arde dentro de él, porque algo no anda bien en su fuero interno, y, también, porque en su memoria busca ascuas que remover y avivar para escribir el relato que necesita contar. El lector lee porque anda ávido de historias y aventuras, convencido de que la gracia de todo esto está en arrimarse a la lumbre prometida de los libros, porque lejos de ellos hace frío y necesita su calor que ponga emoción y temperatura a tanta rutina y soledad.

La última novela de Clara Usón (Barcelona, 1961) responde a ese llamado de ardor literario y de descenso a los infiernos donde anidan sus obsesiones para abordar los conflictos existenciales que transitan por la vida de sus personajes, en esta ocasión bajo el perfil de una joven actriz del destape de los años setenta, Sandra Mozarovski, que murió con apenas dieciocho años de edad en circunstancias trágicas y extrañas, y por otro lado, para contarnos las conexiones sociales y vicisitudes personales que se dieron en su propia vida, en una década española tumultuosa y de incipiente libertad, parecidas a esa misma idea seminal que llevó a la desaparecida artista a preguntarse sobre el sentido de su vida y las ganas de vivir.

El asesino tímido (Seix Barral, 2018) es probablemente la obra más personal y más dura de toda la producción de Clara Usón. Como ya hiciera en sus anteriores novelas, el suicidio aparece también en escena, como obsesión vital, como preocupación existencial de los personajes que pueblan sus historias, en todas ellas se polemiza la tragicomedia que conlleva sortear los peligros de seguir vivos. De las turbias circunstancias de la muerte de la actriz tangerina nada se supo a ciencia cierta: alcohol y drogas, un embarazo indeseado, depresión, pastillas para adelgazar, la relación clandestina supuestamente con Juan Carlos I, o un mareo tonto mientras regaba unas macetas en la terraza de la casa de sus padres sobrevolaron por las revistas del corazón como hipótesis de su muerte. Nada quedó esclarecido por la aparente investigación, que se cerró sin zanjar todas estas conjeturas.

En todo caso, el asunto de la Mozarovski es un recodo y artificio literario que encamina el relato hacia el lado personal de la propia escritora, que se remonta a su adolescencia y juventud vivida en aquella democracia española recién estrenada y mediante la que evoca cómo su generación se volcó en vivir la libertad al completo, sin miedo a transgredir todo lo que estaba prohibido y a experimentar sin medida todo aquello que anteriormente había sido vetado. La vida, nos viene a decir la narradora, no vale gran cosa si no tienes algo de qué huir. La huida en sí es vastísima y depende del prófugo que la emprende. Se huye de los corsés sociales y familiares, del hastío y del desencanto, pero Usón en esa trama desatada de su relato acude con urgencia a las reflexiones sobre los entresijos fundamentales del ser deseante y vacío que conlleva toda existencia, de la que hablan Camus, Pavese y, en mayor medida, Wittgenstein, de quien admira sus conclusiones filosóficas acerca del lenguaje y su sentido altruista y desprendido de la vida.

Al igual que hay una intrahistoria en el desarrollo narrativo que jalona la crónica de una España prometedora que mira más allá de sus fronteras, pese a sus atavismos, hay también en El asesino tímido un tiempo trastocado por pulsiones autodestructivas en los límites que llegan a cuestionar la validez de la vida. Y es aquí, en ese entramado existencial, cuando surge el homenaje a su madre, la que le dio la vida, la que se ocupó de rescatarla del abismo de sus reiteradas recaídas. La madre es la que pone colofón al libro, la que atesora esa proximidad absolutamente gratuita, trascendental y salvadora, una confesión filial sentida y emotiva.

Nadie elige la muerte como un fin en sí mismo, suelen ser otros los motivos. El asesino tímido es un texto fresco y ágil que se aproxima a ese debate con ternura y juiciosa solidaridad. Nadie tiraría la vida por la borda, como decía Hume, mientras valiera la pena conservarla. Ahí se sitúa la espina dorsal de este libro, en el que la narradora cuenta una historia de alguien que le sirve de espejo para escribir la suya propia, dos historias paralelas, enfrentadas, iguales ante el hecho de vivir, pero con desigual resultado.

Es necesario leer muchos libros para que los más interesantes decanten su jugo. Cuando esto último sucede, como es el caso de esta apreciable y valiente novela de Clara Usón, entonces el gozo es loable y merece la pena compartirlo.

lunes, 21 de mayo de 2018

Cruce de tiempos


¿Dónde empiezan los límites de lo real y de lo ficticio en una obra de ficción? ¿Son acaso los recuerdos la materia prima fundamental para el narrador? ¿O tal vez solo se construyan novelas sacando las ficciones a la luz ya vengan estas de la invención o de la despensa del pasado? ¿Por qué escribir? y ¿cómo hacerlo? Quizás estas preguntas contengan las claves fundamentales para la lectura de la última novela de Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977).

En El dolor de los demás (Anagrama, 2018) se condensa lo que Milan Kundera viene a decir sobre el espíritu de la novela, que no es otro que el espíritu de la complejidad. Cada novela guarda un secreto oculto, y esta tercera que publica Hernández incide tanto en ello como en la realidad rotunda de que las cosas son más complicadas de lo que uno cree. Esa es la eterna verdad de la novela. Y desde luego, el espíritu de esta nueva entrega suya es el espíritu de esa continuidad biográfica propia de su autor que responde, en gran medida, a sus obras precedentes escritas y a los libros leídos, que como bien dice Danilo Kiš, conforman el archivo personal y familiar de todo escritor.

En Intento de escapada (2013) su autor narra los años en la universidad por medio de la experimentación artística, después en El instante de peligro (2015) se detiene en su vida profesional como académico, para plantearnos los entresijos que anudan la vida y el arte, y ahora, con esta nueva tentativa, regresa a la infancia y a la adolescencia, una vuelta al pasado del que escapó, con una historia de dolor y desarraigo basada en hechos reales. Las tres son aspiraciones de apoderarse de la memoria, de los momentos vividos, las tres viajan en el tiempo para rellenar los espacios vacíos y contar la historia que las atraviesa y así desvelarnos toda su verdad.

El dolor de los demás es una toma de consciencia de todo lo que significa ese pasado, una narración envolvente entre la confesión autobiográfica y el thriller policiaco, que nos lleva al lugar de unos hechos acaecidos en la Nochevieja de 1995 en la comarca de la Huerta de Murcia que Hernández vivifica veinte años después para revelarnos lo que el olvido se llevó y la memoria guarda de aquella noche fatídica en la que su mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco, un doloroso traslado a la verdad secreta del tiempo para “escribir sobre algo que incumbía a todos”. “El pasado –nos dice el narrador– es denso, respira, se mueve hacia nosotros”.

La novela se estructura en dos tiempos que se alternan: por un lado hay un narrador en segunda persona que habla en presente de indicativo, y por otro el relato en pasado de un narrador en primera persona (el propio autor), que regresa dos décadas después al lugar del crimen, indaga entre amigos, vecinos y expedientes policiales, tratando de construir una elegía del pasado y, al mismo tiempo, aclarar para sí mismo aquella tragedia, a la vez que nos cuenta cómo se ha ido conformando el libro que había decido escribir: la crónica de un pasado vivido sobre el que narrar, en la envoltura de una novela, unos hechos reales bajo el dictado de la memoria y el devenir de la propia creación literaria.

La vida es dura y se hace más dura a medida que pasa el tiempo, nos viene a decir el narrador. Lo importante de esta historia no es saber lo que ha pasado, sino todo lo que la rodea: el dolor del recuerdo, el dolor de las imágenes que aparecen en el libro, el dolor de los sentimientos, el dolor de la escritura. No hay un fin resolutivo, como tampoco una convicción exculpatoria sobre el causante del crimen, porque el escritor así lo ha dispuesto y quiere decirle al lector que la novela se parece a la vida, y en la vida nunca se atinan con la mayoría de sus misterios. Todo es mucho más complejo de lo aparente, como advertía al principio el autor de La insoportable levedad del ser, y, también, más profundo cuando se cruza la memoria con las preguntas del presente, “porque hay cosas que nunca regresan, y el tiempo es una de ellas”.

Si empezábamos con algunas de las preguntas importantes que sostienen los fundamentos narrativos de El dolor de los demás, volvemos al asunto del principio de la mano de su creador, que también se pregunta hasta qué punto la escritura y la memoria menoscaban la vida de los demás, de los amigos, de la familia. Este es el epicentro verdadero que transita por toda la novela, la cuestión ética que el narrador dirime conforme va avanzando en su investigación en pos de la verdad, y que él mismo replantea al lector: “¿Qué derecho tenemos a conocer la vida de los otros?”

Miguel Ángel Hernández nos entrega su novela más personal, su libro más conmovedor que mejor resume el binomio que representa para él la escritura y la vida, una travesía que a veces se tarda demasiado tiempo en recorrer hasta que se llega a aceptar que la literatura no nos salva de nada y que tampoco resuelve los enigmas que se cruzan en el tiempo.


martes, 15 de mayo de 2018

Elogio de la ficción


Resulta legítimo aspirar a transformar la realidad en vida gozosa sin límites, pero, siendo realistas, sabemos que ese afán solo se logra con la imaginación y de la mano de la ficción, del buen relato. La ficción, como promesa de vida. Distraer e instruir han sido, desde tiempo inmemorial, el objetivo de la literatura en su vertiente narrativa. ¿De qué iba a servir coger la pluma si no es con la esperanza de saber al final algo más que al principio sobre la vida y sobre el sentido de las cosas que nos rodean?

El destino de la ficción nos concierne a todos, autores y lectores; nuestra supervivencia depende de ello, de que se reconozca o no el valor de la imaginación en los tiempos futuros, como una de las fuerzas vivas de la mente humana para poder seguir disfrutando de la creación literaria. Para existir el arte de la ficción tiene que apoyarse en esquemas aprehensibles, al menos para el lector, porque de lo contrario abandonará la tentativa. En otras palabras, el narrador que desee elevar su oficio al rango de arte debe, además de conocer todas sus costuras, saber romperlas, jugar con ellas, para también utilizarlas, y fingirlas, a fin de no dejar de tener en jaque al lector ideal que aguarda, a su merced, la continuación de la intriga prometida. Decía Edith Wharton que cuando ya se ha ganado la confianza del lector, la siguiente regla del juego es evitar que se distraiga, que su atención se disperse.

Que quede claro que James Salter (Nueva York, 1925 – Sag Harbor, 2015) así lo cree también e interpela, que la literatura es, antes que nada, un arte, y, por lo tanto, que frente a ella experimentamos emociones estéticas. Como también cree que la literatura hace que nos fijemos más en la vida; que practiquemos en la propia vida, que a su vez nos hace mejores lectores de la literatura, lo que a su vez nos hace mejores lectores de la vida. Y así sucesivamente.

Después de leer El arte de la ficción (Salamandra, 2018), bajo la cuidada traducción a manos de Eugenia Vázquez Nacarino, tres conferencias magistrales de apenas treinta páginas cada una sobre el oficio de escribir impartidas por el escritor neoyorkino en la Universidad de Virginia, a la edad de ochenta y nueve años, es difícil imaginar el estadio anterior en el que Salter se encontraba cuando no estaba en ese devenir hacia la condición de escritor y en el que la escritura aún no constituía la herramienta necesaria de exploración de esa condición, viviendo tan ajeno a la literatura hasta los cuarenta y cuatro años. Pero el azar hizo que dejara las armas por las letras, y siendo piloto de combate, aterrizó para siempre en el campo de los libros de manera sorprendente, para quedarse allí por igual periodo de tiempo contagiado de literatura, escribiendo y leyendo hasta los últimos días de su vida.

Salter explora los efectos que la ficción, y en concreto la novela, produce en los lectores, y para ello habla de cómo los novelistas trabajan para conseguir esos efectos y cómo se empeñan estos en escribir sus historias. No se escribe para entender la vida y la gente, nos viene a decir, sino porque cada escritor cree concebirlas a su manera, con su propio estilo, y a ello empeña su palabra. “No depende sólo del acierto en la observación –subraya–; también del modo de contar”. Nos habla también como lector empedernido y advierte que es imposible leer todo lo que se publica: “Por más leída que sea una persona, siempre habrá muchos libros, tanto fundamentales como menos reconocidos que no ha leído, que debería leer o que leerá en algún momento”. Y confiesa que hasta que no conoció a su mentor, el profesor Robert Phelps, todo lo que sabía de literatura lo había adquirido de manera inopinada por sí mismo. Fue Phelps quien le descubrió la prosa de Isaak Bábel y ya no dejó de admirarla. Pero también habla de sus escritores más influyentes, de aquellos a los que les tiene un aprecio especial y una alta admiración, como Flaubert, Nabokov, Faulkner, Saul Bellow, Kerouac o Isaac Singer.

En estas lecciones de escritura, como las define Antonio Muñoz Molina en el prólogo del libro, Salter se empeña en propagar su entusiasmo hacia el oficio de escribir y su gratitud hacia estos autores determinantes que, con su maestría, le impulsaron a forjar su credo literario: “Los escritores que me gustan son los que tienen un don para observar de cerca. Todo está en los detalles”, constata.

Escribir es un proceso arduo, nos viene a decir el autor de Todo lo que hay, que nadie nace escritor, que en realidad no se puede enseñar a escribir, pero sí a leer a partir del ejemplo de los maestros, que el escritor tiene que saber manejarse con las ideas tanto como con las palabras, y que “el estilo es lo que perdura”. Pero, aun así, la escritura se revela como una excelente compañera de viaje que puede consagrar tu existencia, y “llega un día en que adviertes que todo es un sueño, que sólo las cosas conservadas por escrito tienen alguna posibilidad de ser reales”.

En estas páginas hay todo un testamento vital de un hombre de acción que tomó tierra para dedicarse en cuerpo y alma a los libros y a la escritura, una carrera literaria sostenida bajo la perseverancia del trabajo y el entusiasmo de llegar a emocionar a sus futuros lectores. Estas conferencias son un disfrute, un hijo póstumo que Salter nos regala.


lunes, 7 de mayo de 2018

Entre pensar y poetizar


No es fácil hablar de Antonio Machado sin hablar de nosotros mismos. A Machado muchos lo entendemos como un poeta de vida. Reconocemos sus versos aunque los leyéramos hace décadas, en el colegio, en el instituto o después más tarde, en nuestro hogar. Hemos leído al poeta porque era lectura obligada entonces, aunque después, de manera espontánea, nos hemos obligado a leerlo para nosotros mismos, buscando unas respuestas que necesitábamos. Y cada vez que hemos acudido a sus páginas, hemos sentido su presencia seria, ensimismada y elocuente, tan cerca de nosotros que notamos que el poeta jamás se ausenta de sus poemas y, aún menos, del lector al que interpela constantemente.

En una de las entradas de sus diarios, el narrador, poeta y ensayista Juan Malpartida (Málaga, 1956) sostiene, acudiendo al abrigo del poeta sevillano, que “la literatura es algo que va de mano en mano, un manoseo de lo uno por lo otro. Es cierto que toda literatura es un testimonio de la vida, lo que quiere decir que es un testigo que se pasa a otro […], un ir de lo uno a lo otro, como Antonio Machado supo ver con tanta lucidez”. Tal vez Machado siempre tuvo ese saber interior de sentirse un ser cósmico, además de humano, que nunca deja de estar presente en toda su obra. De ahí que Juan de Mairena y su maestro Abel Martín, sus otros alter ego, signifiquen una suerte de personajes filosóficos en ese comprender de la vida, entre el pensamiento analítico y literario que inciden en la forma que el poeta tiende a descifrarnos su manera de entrever el mundo. Machado cuando filosofa acaba creando poesía desde ese discurrir que le otorga la palabra. Y no solo eso, sino que cada poema suyo tiene su propia metafísica.

En Antonio Machado. Vida y pensamiento de un poeta (Fórcola, 2018), Malpartida retorna al llamado del autor de Soledades y Campos de Castilla no solo para rendirle un tributo de admiración, sino como una tentativa ensayística que aúne su vida y su obra pensada desde el lado filosófico y metafísico que el poeta siempre incrustó en sus versos. En esta ocasión, el lector se va a encontrar a un Machado más allá de lo consabido, merodeando por la esencia de su pensamiento más profundo y reflexivo, volcado en buscar argumentos y respuestas al ser que fluye en el discurrir del tiempo, al hombre que indaga en ese saber de sentirse un hombre universal y no solo íntimo.

Las obsesiones y preocupaciones del poeta fluirán por estas páginas, y, para los que lo hemos leído con devoción y entusiasmo, Juan Malpartida nos reserva un nuevo encuentro con ese compañero eterno con el que hemos congeniado en muchas ocasiones, pleno de honradez, inteligencia, bondad y sensibilidad, para seguir su estela a través de la controversia del tiempo y la madurez del razonamiento de su lenguaje y de sus epifanías. Las palabras sirven, en su versión más machadiana, para entenderlas y para entendernos. Esa es la misión indiscutible de este libro, que, en rigor, no se trata de una biografía, y que como bien dice su autor ya existen algunas muy buenas, sino que propone un estudio, como diría Octavio Paz, de la esencia del tiempo en Machado: “somos tiempo –decía el poeta mexicano– y no podemos substraernos a su dominio. Podemos transfigurarlo, no negarlo ni destruirlo”. De igual manera, el libro de Malpartida incide en la otra vertiente acuciante en la vida del poeta: el amor como respuesta, por ser tiempo y estar hecho de tiempo. Por otro lado, a la única aspiración que aboga el libro, en palabras de su autor, es “hacer vislumbrar a un Machado que aún pueda inquietarnos y enseñarnos a pensar y a sentir”.

Para Malpartida, Machado ha sido el poeta español más cercano a la filosofía y que a su vez más firmemente ha vivido la lírica desde ese rango metafísico. Esa originalidad reflexiva y personal parte de su interés por Kant y Bergson, los dos pensadores europeos que más le influyeron, a los que habría que añadir la amistad y admiración que el poeta mantuvo en vida con Ortega y Unamuno. Juan de Mairena aconsejaba a sus alumnos leer a Kant, como necesidad de reconocerse dentro de sí mismo, en las emociones, más que la importancia de estar pendientes de lo que sucede fuera de uno mismo.

Este es un libro denso y profundo sobre la esencia vital de uno de los poetas más importantes de nuestras letras, y pese a su brevedad, es un texto jugoso y ávido de verdad, que invita permanentemente al subrayado. Se puede afirmar en palabras de su biógrafo que es el poeta más coherente de su generación cuando nos dice que “pensar es afirmar el tú”.

Ninguna de estas consideraciones le queda grande a este ensayo, porque Malpartida es inteligente sin tener que apresurarse a ello para demostrarlo, es original sin acudir al rebuscamiento y dice cosas nuevas de la poética de Machado, pero haciéndolas pasar por viejas. Y ahí radica, en verdad, lo bueno de este libro.


martes, 1 de mayo de 2018

La vida lastimada


Jesús Montiel (Granada, 1984) ha publicado en apenas unos años cinco poemarios que le han provisto de distintos reconocimientos, entre los que cabe destacar el Premio Internacional Alegría y el Hiperión. En lo que va de año acaba de publicar dos libros en prosa. El primero de ellos, Notas a pie de página (Ediciones Esdrújula, 2018) es un texto que aglutina reflexiones, aforismos y brevedades, bajo una escritura donde la condensación marca el norte de las evocaciones y sugerencias que el escritor va enhebrando como invitación al asombro de sus alumbramientos. El segundo, Sucederá la flor (Pre-Textos, 2018) es otra apuesta en prosa, pero más sentimental en su origen y más lírica en su forma expresiva, un libro hermoso y estremecedor, “con vocación de pan”, como le gusta llamarlo a su propio autor, autobiográfico e introspectivo.

Al igual que un poema, este libro intenso y contenido está hecho de lenguaje, de personalidad, de temperamento, de un estado de ánimo lacerado, de agallas y arrojo, de azar y destino, un canto en sí mismo, una reflexión desde el dolor a la vida, así como una visión interior de una pesadumbre. Sucederá la flor es un poema en prosa que obliga al lector a asentir por esa fuerza arrolladora de verdad que transmite, desde esa cosmogonía implacable que emerge del sentir de un padre poseído por una humanidad admirable frente a la adversidad sobrevenida por la enfermedad grave de su hijo pequeño. Las horas horribles se conjugan con vislumbres de verdad y aliento, a pesar del temporal azotado por los miedos, y la incertidumbre de una curación que se demora. La vida es una metáfora del boxeo, nos viene a decir: “Cada persona dispone de un puñado de tiempo más pequeño o más grande. Ese tiempo es el cuadrilátero donde uno ha de combatir a diario. Yo sólo espero que al final de mi combate gane el amor”.

Montiel se arroba, con un estilo sereno y punzante, en un canto a la vida y al amor desde esa suerte incierta de acometer un trance doloroso sobrevenido, y mostrarlo con una solvencia moral implícita, sin fingimientos ni ataduras. El lector, siempre ávido de historias, se conmueve cuando está delante de un texto sobrio que posee esa capacidad de unir una palabra a otra sin estridencia, para después encauzarlas en una secuencia emotiva que germine en el corazón de quien se preste a su lectura, o que logre describir de un modo preciso lo que sucede en la realidad de los hechos que el escritor va contando. Que no depende solo del acierto en la observación, sino que especialmente atrapa por cómo se ha resuelto el texto.

Desde el umbral de la conciencia, Montiel va trazando su relato introspectivo de amor y silencio, de desasosiego y gratitud, de serenidad y esperanza, en la habitación donde el cuerpo del hijo yace silente y pálido, mientras el padre aguarda a que el tiempo germine en fruto, al calor de su esperanza, sin caer en la desdicha de la pena y la derrota, defendiendo, una y otra vez, el asomo de un nuevo día. “Ser padre es contemplar cómo nace otra memoria”, queda dicho en su anterior libro Notas a pie de página. Aquí, ante la adversidad de la enfermedad que nunca avisa, que se cuela de improviso y lo pone todo patas arriba, el narrador se dirige al lector sin tibieza y con las palabras justas que encierran lo más concluyente de su historia: “Érase una vez un niño enseñándole a su padre a nacer”.

Con tal de llegar a emocionarnos como lectores, da igual el camino que elija el escritor. Cuando emprendemos una lectura viajamos también a bordo de su metáfora implícita. Jesús Montiel ha escrito un libro emocionante y sentido que explica su realidad vivida y porque, quizá, también ha sido terapéutico. Sucederá la flor es una revelación más de que la literatura es un medio de experimentación, de buceo y de irracionalidad, incluso. No hay literatura sin sufrimiento y aquí se nos viene a decir que vivir, ya de por sí, es una enfermedad que duele, pero también es un canto de esperanza sobre la vida y el amor que se puede ejecutar en pocas páginas, exactamente, cincuenta y cinco.

Esperar es una lata, escribe Andrea Köhler en su ensayo El tiempo regalado (2018). Y sin embargo, es lo único que nos hace experimentar el roer del tiempo y sus promesas. En el libro de Montiel se dice que quien sabe esperar sabe lo que significa vivir con ese condicionamiento. La espera genera temperatura, porque imagina lo venidero, a veces con el corazón tiritando o ardiendo de deseo.

La verdad es lo más interesante de este libro, y la verdad en literatura es un punto de vista que enseguida brilla por sí solo. Sucederá la flor estremece, y es así, precisamente, porque lo hace con luz propia.