martes, 15 de mayo de 2018

Elogio de la ficción


Resulta legítimo aspirar a transformar la realidad en vida gozosa sin límites, pero, siendo realistas, sabemos que ese afán solo se logra con la imaginación y de la mano de la ficción, del buen relato. La ficción, como promesa de vida. Distraer e instruir han sido, desde tiempo inmemorial, el objetivo de la literatura en su vertiente narrativa. ¿De qué iba a servir coger la pluma si no es con la esperanza de saber al final algo más que al principio sobre la vida y sobre el sentido de las cosas que nos rodean?

El destino de la ficción nos concierne a todos, autores y lectores; nuestra supervivencia depende de ello, de que se reconozca o no el valor de la imaginación en los tiempos futuros, como una de las fuerzas vivas de la mente humana para poder seguir disfrutando de la creación literaria. Para existir el arte de la ficción tiene que apoyarse en esquemas aprehensibles, al menos para el lector, porque de lo contrario abandonará la tentativa. En otras palabras, el narrador que desee elevar su oficio al rango de arte debe, además de conocer todas sus costuras, saber romperlas, jugar con ellas, para también utilizarlas, y fingirlas, a fin de no dejar de tener en jaque al lector ideal que aguarda, a su merced, la continuación de la intriga prometida. Decía Edith Wharton que cuando ya se ha ganado la confianza del lector, la siguiente regla del juego es evitar que se distraiga, que su atención se disperse.

Que quede claro que James Salter (Nueva York, 1925 – Sag Harbor, 2015) así lo cree también e interpela, que la literatura es, antes que nada, un arte, y, por lo tanto, que frente a ella experimentamos emociones estéticas. Como también cree que la literatura hace que nos fijemos más en la vida; que practiquemos en la propia vida, que a su vez nos hace mejores lectores de la literatura, lo que a su vez nos hace mejores lectores de la vida. Y así sucesivamente.

Después de leer El arte de la ficción (Salamandra, 2018), bajo la cuidada traducción a manos de Eugenia Vázquez Nacarino, tres conferencias magistrales de apenas treinta páginas cada una sobre el oficio de escribir impartidas por el escritor neoyorkino en la Universidad de Virginia, a la edad de ochenta y nueve años, es difícil imaginar el estadio anterior en el que Salter se encontraba cuando no estaba en ese devenir hacia la condición de escritor y en el que la escritura aún no constituía la herramienta necesaria de exploración de esa condición, viviendo tan ajeno a la literatura hasta los cuarenta y cuatro años. Pero el azar hizo que dejara las armas por las letras, y siendo piloto de combate, aterrizó para siempre en el campo de los libros de manera sorprendente, para quedarse allí por igual periodo de tiempo contagiado de literatura, escribiendo y leyendo hasta los últimos días de su vida.

Salter explora los efectos que la ficción, y en concreto la novela, produce en los lectores, y para ello habla de cómo los novelistas trabajan para conseguir esos efectos y cómo se empeñan estos en escribir sus historias. No se escribe para entender la vida y la gente, nos viene a decir, sino porque cada escritor cree concebirlas a su manera, con su propio estilo, y a ello empeña su palabra. “No depende sólo del acierto en la observación –subraya–; también del modo de contar”. Nos habla también como lector empedernido y advierte que es imposible leer todo lo que se publica: “Por más leída que sea una persona, siempre habrá muchos libros, tanto fundamentales como menos reconocidos que no ha leído, que debería leer o que leerá en algún momento”. Y confiesa que hasta que no conoció a su mentor, el profesor Robert Phelps, todo lo que sabía de literatura lo había adquirido de manera inopinada por sí mismo. Fue Phelps quien le descubrió la prosa de Isaak Bábel y ya no dejó de admirarla. Pero también habla de sus escritores más influyentes, de aquellos a los que les tiene un aprecio especial y una alta admiración, como Flaubert, Nabokov, Faulkner, Saul Bellow, Kerouac o Isaac Singer.

En estas lecciones de escritura, como las define Antonio Muñoz Molina en el prólogo del libro, Salter se empeña en propagar su entusiasmo hacia el oficio de escribir y su gratitud hacia estos autores determinantes que, con su maestría, le impulsaron a forjar su credo literario: “Los escritores que me gustan son los que tienen un don para observar de cerca. Todo está en los detalles”, constata.

Escribir es un proceso arduo, nos viene a decir el autor de Todo lo que hay, que nadie nace escritor, que en realidad no se puede enseñar a escribir, pero sí a leer a partir del ejemplo de los maestros, que el escritor tiene que saber manejarse con las ideas tanto como con las palabras, y que “el estilo es lo que perdura”. Pero, aun así, la escritura se revela como una excelente compañera de viaje que puede consagrar tu existencia, y “llega un día en que adviertes que todo es un sueño, que sólo las cosas conservadas por escrito tienen alguna posibilidad de ser reales”.

En estas páginas hay todo un testamento vital de un hombre de acción que tomó tierra para dedicarse en cuerpo y alma a los libros y a la escritura, una carrera literaria sostenida bajo la perseverancia del trabajo y el entusiasmo de llegar a emocionar a sus futuros lectores. Estas conferencias son un disfrute, un hijo póstumo que Salter nos regala.


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